LA MUJER CONCHA por Gabriela Steinitz
Explorando una carpeta de Sara Palacios, me encontré con una imagen que me inmediatamente me pidió que la observe, que le hable, que le cuente su historia, que me la invente. Al mirarla, escuché los sonidos del mar, contenidos en una concha, escuché la respiración de una mujer, un suspiro, una sonrisa, un movimiento, un toque suave de una piel de arcilla. La imagen está compuesta por tres partes principales: la cabeza, el cuerpo (la concha) y la sombra. En la parte superior, la cara es la de una mujer. La nariz, la boca y los ojos están tallados levemente en la arcilla. La cabeza, inclinada hacia la izquierda, parece adormecida, o mira hacia el suelo. Sus ojos almendrados, sin pupilas, observan el vacío, y junto con la pequeña boca, casi invisible, expresan a la vez ternura y tristeza, mas no sufrimiento. Sobre la frente, luce una estrecha franja de pelo o un pañuelo cónico, en pirámide, como si se tratara de una esfinge sagrada. La quieta y tranquila figura tiene un mar de pensamientos, es decir, un océano de sentimientos que permanecen dentro de ella. Es discreta, no nos los revela a menos que le prestemos oído a su concha.
El cuerpo tiene forma de concha. Pues el largo cuello de la mujer se transforma en un gran óvalo donde, en la parte más baja, la artista cavó un túnel, un útero, proporcionando al cuerpo un aspecto misterioso, un vacío lleno de ideas por descubrir. El cuerpo tiene forma de una vasija que contiene todo el mar adentro. También parece un manto envuelto en sí mismo, en espiral, inclinado del lado contrario a la cabeza. La escultura adquiere así equilibrio. El conjunto es de una simplicidad sincera, pura, en armonía con la naturaleza, porque las líneas redondas y orgánicas fluyen, se conectan entre sí, forman ríos y lagunas de tierra que llegan hasta el abismo de la parte baja.
La sombra es lo que completa la unidad de la escultura de cerámica. Las dos primeras partes separadas (cuerpo y cabeza) se juntan en una silueta humana pensativa. Vemos a la mujer de perfil, la cabeza agachada, pensativa, refugiándose es su oscuro vestido que la cubre enteramente. Pero la sombra es precaria, solo existe con la luz, se mueve con la luz, es oscuridad y desaparece con la oscuridad completa. Entonces, la misteriosa mujer se funde con el entorno, se vuelve nosotros, nosotros nos volvemos ella. Y así, logramos penetrar dentro del túnel de la concha, apropiándonos del misterio, sin sacarlo a la luz. El juego de la sombra es la consciencia de la feminidad ecuatoriana. El cuerpo-vasija-concha puede ser símbolo de maternidad y a la vez ser portador de un profundo pasado ancestral al que retornamos en espiral, donde la tierra, la cerámica, detiene un papel fundamental (de la tierra nacimos, a la tierra volvemos). Nostálgica, la mujer hace una introspección de su condición a la lo largo de la historia del Ecuador. Dulce y jovial, tiene todo un futuro por delante para analizarlo y aceptarlo.
Finalmente, me parece que esta obra hace surgir en el espectador, hombre o mujer, un sentimiento de empatía, nos invita a la reflexión, a penetrar en el mundo escondido bajo el manto de la mujer.[La podemos comparar con la obra Mujer en la Barca, de Trude Sojka, donde una mujer, hecha de una concha observa su camino desde un barco (que también es una concha).]
Gabriela Steinitz
2 de enero de 2018